¿Qué pasará con los tratados?

En Estados Unidos no están contentos con los resultados de los tratados comerciales vigentes, y menos con las posibles consecuencias de los que se han estado conviniendo con los países del Pacífico y del Atlántico. Lo expresó con vehemencia Donald Trump y le reditúo en votos, pero también fue motivo de preocupación por parte de quienes no lo favorecieron.

De hecho, ya sin la pasión de la contienda electoral, hay muchos puntos en que demócratas y republicanos parecen estar de acuerdo. Teniendo el partido del presidente electo mayoría en ambas cámaras y estando tan determinado a lograr un cambio en esta materia, es permitido pensar que se producirá una gran transformación en la forma en que Estados Unidos participa en el comercio mundial.

Hay dos grandes asuntos en los que se prevé una convergencia: los que tienen que ver con mejorar las reglas para evitar abusos y los que se refieren al nacionalismo económico.

Los estadounidenses no están poniendo en duda los beneficios de la apertura, pero sienten que las normas establecidas son defectuosas o, siendo adecuadas, no son respetadas por sus socios comerciales. No sólo hay molestia por la burla y el engaño, sino porque además, esas conductas desplazan a los productos americanos, elevan el déficit comercial y tienen un efecto directo en los niveles de crecimiento, empleo y salarios.

No consideran la imposición de aranceles o la fijación de cuotas como un regreso a los mercados cerrados, sino como un mecanismo temporal de presión, para obtener una cancha más pareja.

Las reglas de origen se consideran demasiado laxas, lo que es aprovechado para introducir productos baratos y de baja calidad, que compiten ventajosamente con los propios. Lo previsible es que se exija un mayor porcentaje de contenido regional.

Las cláusulas para proteger la propiedad intelectual son redundantes con las que ya requiere la Organización Mundial de Comercio, limitan la competencia y se usan para obtener rentas. Serán simplificadas o de plano se eliminarán.

Se buscará imponer severas sanciones a las prácticas desleales, como la manipulación monetaria, el robo de patentes o los subsidios disfrazados.

Se harán más estrictos los estándares ambientales, laborales y de defensa del consumidor. Ya no bastará con incluirlos en las leyes y regulaciones de los países signatarios. Tendrán que ser verificados periódicamente.

Nacionalismo económico. El primer reclamo es que el gobierno y no las grandes empresas tengan el control de la negociación, y que las pláticas sean abiertas. Exactamente lo contrario de lo que había venido sucediendo con el Acuerdo Transpacífico.

Lo que sucede es que los grandes intereses capturan el proceso y se desentienden de las consecuencias sociales de sus arreglos. Transparentar los borradores conforme se van eliminando corchetes permitiría cuidar mejor el interés público.

Esto supone eliminar el fast track, que le daba al Ejecutivo libertad para pactar unilateralmente términos y condiciones. Sería sustituido por un mecanismo en el que el Legislativo fija objetivos al iniciar las conversaciones entre las partes y, al final, certifica que se cumplieron.

La segunda exigencia es que el Estado mantenga la capacidad de hacer que los importadores y los proveedores de servicios cumplan, sin excepción, con todas las leyes y regulaciones domésticas.

Esto sería especialmente importante en el caso del sector financiero. No debe haber restricciones para establecer controles de capital o medidas prudenciales.

Que el gobierno tampoco pierda jurisdicción en la resolución de las controversias. Que en ningún caso los paneles de arbitraje se salten las decisiones soberanas o pretendan juzgarlas.

La protección de las inversiones tendría que ser asumida por quienes arriesgan su dinero, seguramente mediante la compra de seguros.

Todo esto se discutirá dentro de un Congreso en el que cada legislador representa intereses concretos y cientos de cabilderos tratan de influir en sus decisiones. No será fácil ni rápido.

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